Estoy sentada en mi asiento. Los kilómetros interminables de La Mancha se suceden en una tierra donde no hay montañas. Solo una llanura de campos de cereal, alguna casa, árboles, más campos de cereal, nubes. Y un horizonte que parece no tener fin.

Me gusta el viajar en tren. Olvidarme de todo y dedicarme a mirar por la ventanilla, ver cómo el paisaje cambia y las estaciones se perciben en el color de la tierra y los campos de cultivo.

Salvo por el traqueteo, el vagón está silencioso. No está lleno, somos una docena de personas, un poco menos de la mitad. Viajeros por placer o por negocios, ahora compañeros de un compartimento con paredes de cristal y cortinas verdes. Muchos duermen, con la cabeza recostada o caída sobre el pecho. Una señora lee los mensajes del móvil y otra hace crucigramas en un arrugado cuadernito. Una chica joven con piercings y el pelo muy largo ve una serie en el ordenador. Hay batallas y dragones, me parece intuir que es “Juego de Tronos”.

Mis dedos tecleando rompen la monotonía silenciosa. El revisor entra con un carro con cafés y bebidas, y de pura inercia baja un poco la voz. El señor del final del pasillo se revuelve en su asiento. ¿Duerme o sólo tiene los ojos cerrados? Lleva una gorra azul con un logo estampado que pone Ferragista y una camisa a líneas finitas de algodón de manga corta. Unas gafas de cristales gruesos le cuelgan de un fino cordón sobre el pecho y en la mano tiene un periódico enrollado.

El paisaje es inerte, parece que el tren no avanza porque se repiten los kilómetros de llanura amarillenta. El calor ha llegado y el cereal no tardará mucho en recogerse. Lo que haya, porque este año ha llovido poco y la cosecha será mala, cuentan.

Las nubes invitan a imaginar figuras en el cielo azul. Los campos de cereales dejan paso a otra vegetación, arbustos bajos y aún verdes. El tren va rápido y no llego a distinguir qué cultivo es. Al fondo se ven las siluetas de los molinos de viento, como gigantes diseñados por Apple.

El silencio se ha roto en el vagón. El psshhh de una lata de refresco al abrirse y el plástico de una bolsa arrugada indican que alguien está almorzando. Me llega el olor de comida y noto mi estómago inquieto. Tengo hambre. Me levanto y recorro los interminables pasillos hasta el vagón cafetería.

– Una cerveza y un sándwich vegetal, por favor.

Aquí la perspectiva es mejor. Devoro el bocadillo observando por la ventana cómo el tren serpentea. Ahora pasamos cerca de un pueblo y puedo ver fábricas y naves industriales. Una estación de tren abandonada y vías cubiertas por el tiempo. No sé dónde estoy exactamente, hace ya un rato de la última parada: Albacete.

Conversaciones en la barra de un tren. Dos personas conversan apoyadas. Una es una chica rubia teñida, voz cantarina y acento latinoamericano, es la camarera del vagón cafetería. El otro es un compañero suyo que se ha acercado a la barra e intenta coquetear con ella.

– ¿Y cuando llegues qué vas a hacer?

– Pues lo de siempre, poca cosa. Suelo llegar cansada y tarde.

– ¿Salimos a tomar algo? (…)

El interventor entra y se apoya en un extremo. La pareja ni se inmuta. El hombre saca el teléfono y empieza a hablar con alguien. El traqueteo no permite que se oiga bien la conversación pero comenta algo de que van con retraso y que hay pasajeros que tienen que coger un enlace a otro destino. Al poco se levanta y sigue haciendo su ruta.

Vuelvo a mi asiento. El paisaje empieza a ondularse, pequeñas colinas rojizas se intuyen al fondo, tan lejanas  que apenas son una mancha de color y algún pequeño bosquecillo rompe la monotonía.

La Mancha

Esa llanura que parece no acabar nunca.

Contenido protegido